Atrapar el momento, el paso del tiempo, la actitud de la nada intemporal frente al movimiento y la danza del devenir. Pintar el tiempo y hacerlo en sus códigos más esenciales. Cuando la fruta madura en el bodegón ya ha perdido toda capacidad de sorpresa y de significado alegórico. Ese es parte del desafío que narra esta aventura pictórica y escénica, de formato absolutamente innovador y de difícil clasificación.
Cuatro cenas multitudinarias, realizadas en un período de dos meses, ubicadas entre la arquitectura cambiante de un lienzo continuo de más de 100 m, testigo y protagonista a la vez de los eventos y las acciones que contenía, actuaron de modelo de la pintura, a la vez que la pintura, que iba tomando forma entre evento y evento, actuaba de inspiración para las propias acciones que tenían lugar entre los lienzos.
Corderos, mesas devoradoras, rituales y música fueron algunos de los materiales que se amalgamaron en el crisol de más de 400 m de lienzos pintados al carbón en un continuo que se configura como recinto contenedor del tiempo vivo.